Un viaje cálido a la Argentina helada

Para llegar a la Antártida hay que tomar tres aviones y rogar que el tiempo inclemente permita el aterrizaje. La experiencia de nuestro cronista, en primera persona.



Muchas veces envidié, sana o insanamente, como se quiera verlo, a mis escritores favoritos. 

Gabriel García Márquez viajó, por México, Francia y España. En estos países se encontró con personajes que bien valían una crónica diaria o una página de sus memorias. 

Ernest Hemingway me maravilló con sus descripciones impecables de lugares tan exóticos como conocidos por él. Julio Verne, un viajero de escritorio, me hizo soñar con los detalles de sus relatos, como si hubiera participado de cada uno de ellos. 

La lista es extensa y mi fatigada memoria me pide una tregua que estoy a punto de darle.

Día 1
Hoy, por fortuna y destino, me toca ser protagonista de un viaje que pocos seres en esta tierra han hecho o harán: visitar la Antártida y la Base Marambio, ubicada en la parte interior de esa especie de garfio que es esta porción del planeta y a la que nos tienen acostumbrados los mapas escolares.

Llegar a ella cuesta. La lista de espera para recorrer sus suelos es infinita. Por eso me considero un privilegiado.

Llegar a ella, como digo, cuesta. Hay que tener, sobre todo, paciencia. 

Desde Mendoza, cargando con una mochila de más de 10 kilos que un buen amigo me prestó, partí hacia este frío continente. En el camino tuve que tomar tres aviones, uno de ellos con escalas intermedias. En total, habrán sido unas 10 horas llenas de ansiedad, acompañadas de un inevitable miedo al avión que invariablemente crece dentro mío con cada sacudida.

El tramo que más vale la pena destacar es el realizado en el Hércules. Para quien no lo sabe, este avión es monumental. Es una bodega con alas. Dentro de él se alojan personas, víveres, herramientas y cuanta cosa imagine el lector. 

Es un aparato que no está pensado para vuelos turísticos, por lo que, cuando una persona se sube a él, debe estar preparada para estar incomunicada el tiempo que dure el trayecto. El motivo es simple. En su interior el ruido es insoportable, tanto que antes de subir los oficiales de a bordo le brindan al pasajero tapones para los oídos.

En mi experiencia personal, el Hércules fue un cómodo compañero de viaje. Casi no tiene ventanas y por su estructura, el viento lo afecta poco. En conclusión, en el interior de esta aeronave el pasajero siente que está en un tren, en la caja cerrada de un camión, o en el vehículo que se imagine. 

Digo que fue un cómodo compañero de viaje, es cierto. Pero fue un viaje que se extendió más de lo previsto. Supuestamente el traslado desde el aeropuerto de Río Gallegos, donde me subí al avión, hasta la Base Marambio debía durar poco más de tres horas. 

Pero, para la ansiedad de los 50 pasajeros que nos trasladábamos hacia la Antártida, las condiciones climáticas retrasaron el aterrizaje una hora más. 

La recompensa fue la llegada. El desembarco fue un poco como lo imaginaba y mucho como no lo había hecho. 

La Antártida luce como el lugar más solitario del mundo, como el corazón de quien sufre el desamor. Por suerte, la gente es tan cálida que el frío pasa desapercibido. Siempre dispuestos, siempre atentos, quienes habitan en este lugar saben lo que es sentir el desarraigo. 

Hoy, cuando termino de escribir este pequeño relato de mis primeras vivencias, el sol ya se escondió. Me quedan largas jornadas por delante. Quizás tenga suerte, y el día de mañana use esta experiencia para parecerme, al menos en el intento, a esos escritores que tantas noches llevaron mi imaginación mas allá de mis fronteras. 

Día 2
El segundo día en estas tierras me ofreció -25° y un nuevo panorama. Pude conocer a su gente, a quienes trabajan lejos de sus familias, abocados completamente a sus carreras, como constantemente se recuerdan a sí mismos.

Lo importante es que si bien a la hora de las labores cada uno tiene una función, en el trato personal no hay diferencias. Por citar un caso, el jefe de la Base Marambio, el vice comodoro Enrique Videla, compartió una charla de más de una hora conmigo y el fotógrafo de igual a igual, sin formalidades, como buenos conocidos que se encuentran en la calle.

Dentro de la base hay un mundo distinto. Es aquí donde la mayoría pasa sus horas cuando no trabaja en las usinas, en el cuartel de bomberos o donde los científicos desarrollan sus tareas. Es aquí donde el calor es seguro, detrás de los empañados vidrios que nos resguardan de los -16 grados que hay en el exterior.

Las actividades para pasar el tiempo son múltiples. Quienes están de franco, en su mayoría prefieren ayudar a los que trabajan, barriendo, recogiendo la mesa del comedor o en alguna tarea menor. 

El compañerismo está a la orden del día. El buen humor también. De otra forma sería imposible convivir cada día en un lugar como éste.

En cuanto a las conversaciones, los protagonistas principales de ellas son el tiempo y el viento, que azota constantemente las paredes de la base. Se escuchan charlas diversas, se habla de la jornada, de la noche y nuevamente del tiempo. Se habla también de la última excursión que tendrá por un buen tiempo el Hércules. 

Su aterrizaje, como ya mencioné, depende de las condiciones climáticas, por lo que todos están atentos a las últimas novedades. Quienes estarán aquí por un año esperan las últimas provisiones. Si bien todo es compartido, cada uno atesora un bien personal como lo más sagrado. Una lata de cerveza, una botella de fernet, una revista y hasta un diario con un par de días de atraso pueden volverse tan valiosos como el oro. Es comprensible, en este lugar el negocio más cercano está a más de mil kilómetros.

Por la noche no pude disfrutar del silencio. El recambio de dotación trajo consigo fiestas de despedida donde el cuarteto, sobre todo, se escuchó hasta la madrugada. 

Quienes se iban se despidieron con lágrimas en los ojos. Quienes llegaron lo hicieron con entusiasmo. Pero esa historia merece ser el esqueleto de otra.

Enviados especiales: Federico Fayad (textos) y Andrés Larrovere (fotos)

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