Las Calesitas

Las Calesitas

Hoy en día son muchas las plazas de Buenos Aires en las que se puede ver, ya todas desgastadas y en desuso, aquellas calesitas, en otro momento, piedra angular de nuestros divertimentos infantiles. Y si bien es cierto que todavía hay algunos reductos en los que se puede encontrar a este juego, son muy pocas las aún en funcionamiento.
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De todas formas no se debe subestimar la importancia del remanente calesitero que aún perdura lacerando la mente de los más pequeños.
Debo reconocer que la repentina desaparición de las calesitas, también conocidas como carruseles, responde a causas aún desconocidas ¿Casualidad o clara motivación política? ¿Víctimas de un desplazamiento tecnológico, quizás? Lo que sí se puede asegurar es que las calesitas han sido por mucho tiempo subestimadas en cuanto a la importancia que revisten en la educación de los más jóvenes en esta sociedad capitalista.
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Y es que el sólo recuerdo de aquella infantil atracción me hace una vez más hablar del carácter dual y ambicioso del ser humano. Los mismos, y en especial los más pequeños, se apelmazan ante aquel gran coloso con luces, colores, y música que rota sobre su eje arrancando de los más pequeños las risas más genuinas… y las intenciones más perversas. Y es que la calesita en sí no es lo más inquietante. Y ni siquiera me refiero a aquellas que, incitando a una precoz violencia, tienen entre sus figuras pequeños tanques de guerra y aviones bombarderos.
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Tampoco me interesa hablar de las que tienen animales a los cuales los chicos montan con delectación, sintiéndose inestimablemente superiores a cualquier otra forma viviente. Aún la más “inocente” (acompañado con el ya mentado movimiento descendente de dedos índice y anular de ambas manos ejemplificando el signo ortográfico utilizado) está exenta de la verdadera y encubierta peligrosidad que encierran estos artefactos confeccionados por el mismísimo Belcebú. Y sí, juntando fuerzas, y a riesgo de parecer impopular, debo llenarme de coraje y debelar el misterio que durante siglos encierra esta atracción.
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Lo peligroso no es ni más ni menos que la famosa sortija. Y más allá del peligro que conlleva que un pequeñín con sus breves extremidades intente estirarse para agarrar la sortija corriendo el serio riesgo de caer fuera de la calesita y ser el protagonista de un derrame de masa encefálica en el suelo del establecimiento, los pequeños se atiborran, ya no en las diferentes formas que la calesita ofrece, sino en los caños que se encuentran en su borde exterior, para poder, de esa forma, estar más cerca de la deseada sortija. Y creo que no hay que ser ningún experto estudioso de la psique humana como para saber que esa afición de los niños al caño, los conducirá inevitablemente a una segura homosexualidad (en el mejor de los casos, fervientemente reprimida) y a las niñas las acercará a una carrera como bailarinas de streap-tease en algún lupanar de mala muerte. Y es que los niños desdeñan a las coloridas figuras, aunque como todos sabemos estas fueron, en primera instancia, las que movieron el deseo de los niños a concurrir a la calesita. ¿Y por qué querer tener la sortija? La respuesta es simple: para conseguir una vuelta gratis… Simplemente detestable.
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Los chicos se afanan, pasando incluso por sobre la humanidad de los otros infantes, para obtener dicha sortija. Y la codicia por esa vuelta gratis hace que el objetivo sea más competitivo que lúdico. Porque el niño que obtiene la sortija, usará esa vuelta gratis para tratar de volver a conseguir dicho premio y así sucesivamente hasta que este círculo sea cortado por el horario de trabajo del calesitero de turno. ¿Y qué de los chicos que se bajan del entretenimiento sin haber conseguido nada? Bueno, es ese el hecho traumático del que devendrá una vida de mediocridad y frustración.
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Es por eso que yo, por más deseos que pueda tener, he decidido desde hace un tiempo no ir más a la calesita optando por quedarme sentado en mi casa tratando de contar las motitas de pintura blanca que tiene la pared de mi habitación. Y no creamos que la calesita está sola en esta suerte de Darwinismo Social Infantil. Los otros juegos que uno puede encontrar en la plaza también aleccionan al niño sobre las reglas de la sociedad liberal. Ya sea un subibaja o un tobogán, lo único que hacen es trazar una clara metáfora sobre lo piramidal de la sociedad capitalista que te lleva a estar en lo más alto de la vida un día y al siguiente estar rozando el suelo.
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El pasamanos te demuestra cómo uno debe esforzarse para no llegar a fracasar, a caer en el arenero (también comparable con lo empantanado de la vida moderna). Las hamacas, como la más ruin de las empresas multinacionales, crean la falsa ilusión de un rápido avance ascendente. A modo de advertencia aclaro que aunque estos instrumentos de perversión sean demodé, con seguridad han sido reemplazadas por formas más efectivas y atractivas para las inquietudes de los más efebos
Y ahora cómo seguir, no? Ya sé que luego de haber sido iluminado por esta crónica uno no puede más que hacer algo al respecto. Y ojo que yo no incito a una revolución, sino muy por el contrario a un simple trabajo día a día. El mismo puede ser rompiendo una hamaca, o simplemente llevando a que el Boby, nuestro perro, haga sus deposiciones en el arenero más cercano.
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Poco a poco podremos, con trabajo y tesón, cumplir nuestro verdadero objetivo: El control mundial. ¿Qué cómo llegamos hasta él? Bueno, si bien yo he dado grandes atajos para conseguir dicho control, cada uno debe usar la imaginación y encontrar la mejor forma de dominar el mundo, TÚ mundo.

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