Las peores anécdotas de los camareros porteños

Aquí, arquetipos de mozos desagradables.




El impertinente
Los mozos más malhumorados del mundo, por ejemplo, sirven chocolate con churros en un bar tradicional de la calle Corrientes. Son famosos por su cara larga, sus pésimos modales y sus quejas recurrentes. Hace unos cuántos años, en un afán adolescente de hacerse el escritor oscuro y torturado, un amigo concertó una cita en ese bar con una chica que le encantaba. Le costó dos meses convencerla pero al final la espera rindió sus frutos, porque al terminar la primera taza de café ya estaban besándose apasionadamente. Sin embargo, la pasión duró poco tiempo. Cuando más acaramelados estaban, el mozo los interrumpió para preguntar si querían algo más. Unos segundos después, les corrió una silla sin querer queriendo, y finalmente, con cara de asco e indignación, se acercó a la mesa, golpeó la fórmica, y les gruñó:
—A ver si la terminamos con los besos, que esto no es un hotel.
A mi amigo le dio tanta vergüenza, que pidió la cuenta y se fue. La chica no volvió a llamarlo.

El metido
Otro caso de mozos desubicados me tocó en uno de esos bares enormes y vidriados típicos de avenida Cabildo o Rivadavia. Yo estaba con mi asistente y habíamos parado a almorzar algo sin salirnos de la dieta. Estábamos en jogging, con una botellita de agua en la mano, porque veníamos del gimnasio. Lo primero que hicimos fue preguntarle al mozo por todo el menú “¿Las espinacas gratinadas tienen crema? ¿La milanesa puede ser al horno? ¿El panaché puede ser sin papa ni batata? Y finalmente, agotadas por las negativas, elegimos las dos lo mismo: milanesas de soja a la napolitana con ensalada de la huerta. Sin embargo, al mozo le pareció mal.
—El menú trae dos milanesas de soja— nos avisó, arqueando las cejas.
—Si— le contestamos, hambrientas.
—Es mucho para ustedes.
Nos quedamos mudas y dudamos si lo que habíamos escuchado era cierto hasta que lo vimos tachar el pedido en su anotador.
—Un menú, una milanesa para cada una y comparten ensalada. Cocas sí, dos— nos corrigió.
Nos miramos, pero el mozo ni titubeaba. Terminó de anotar, se fue y volvió con un menú y dos platos cinco minutos después. Nos hizo sentir tan gordas que ni nos dio la cara para discutir. Esa tarde nos morimos de hambre.

El inoperante
Algunos mozos, sin embargo, no tienen malhumor. Más bien todo lo contrario. Son demasiado entusiastas y simpáticos, y aún cuando hacen las cosas mal, uno no puede enojarse con ellos. Tal es el caso de la moza que atiende en una famosa franquicia de pizzerías con nombre menemista de Recoleta y Belgrano. Hace un par de meses, mientras yo escribía adentro del bar, se largó a llover torrencialmente. Un chaparrón capaz de inundar la ciudad en menos de media hora. Afuera, un señor canoso que tomaba un café con una medialuna, no tuvo más remedio que agarrar sus cosas como podía e ir hasta la puerta a buscar a la moza para que lo ayude.
—Disculpame, me estoy empapando ¿Me podrás cambiar a una mesa de adentro?
La moza miró alrededor y como el salón estaba lleno de gente, le hizo una contraoferta.
—Mesa no tengo, te puedo ofrecer un paraguas.
El señor no podía creer lo que escuchaba. Yo tampoco. Finalmente lo sentó en una barra improvisada, y ni siquiera le cambió la medialuna empapada y el café frío y aguachento.

El tramposo
Otra vez, hace mucho tiempo, en ese bar tan noventoso de Cabildo y Juramento en donde las viejas juegan canasta los domingos, decidí quedarme a almorzar mientras estudiaba para un final. Había pedido unos ravioles de calabaza light con salsa filetto y un agua con gas. Mi pedido tardó menos de lo previsto. Cinco minutos después, el mozo vino con unos sorrentinos nadando en una salsa blanca y espesa parecida a la Bechamel.
—No, yo pedí los ravioles Light de calabaza— lo corregí.
—No, no, sorrentinos cuatro quesos.
—No. Ravioles Light de calabaza.
—No, mirá. Nadie pidió ravioles hoy— me dijo, mientras me mostraba su anotador
—Yo sé lo que pedí. No me gusta la salsa blanca.
El mozo se quedó unos segundos en silencio y luego me susurró, pegado a mi oreja.
—Mirá ¿No te lo podés comer? Porque me equivoqué yo, son del señor de allá y si no te los comés me los van a cobrar a mí…
—¡No!
—Pero están buenos…

El divertido
Hace unos años, mi madre y su novio tenían un restaurante preferido. La comida no tenía nada especial, pero la atención le encantaba. Se sentaban siempre en la misma mesa, esperando que los atendiera el mismo mozo para hacerlo hablar. Todas las noches repetían un ritual: le preguntaban cosas hasta hacerlo decir “almíbar” y “salad bar”.
—Hola, cómo es el tema de las ensaladas, no entendemos.
—Ah, acá todo es salanbarg… Usted se sirve las veces que quiera, de la mesa de salanbarg.
—¿Salanbarg?
—Sí, salanbarg. La mesa de ensaladas.
—¿Y de postre qué hay?
—Helados, flan, pan dulce, panqueques, peras al borgoña….
—¿Y qué más?
—Mmm… Ensalada de frutas, duraznos en alníbar…
—¿Qué cosa?
—Duraznos en alníbar

Esta misma situación se reiteraba todas las semanas. Mi mamá ni se reía ni le decía nada. Le gustaba escucharlo hablar, como si fuese un chico que todavía no sabe decir algunas palabras y le causa ternura. Sin embargo, con el correr de los días, el mozo fue notando algo raro porque siempre preguntaban las mismas cosas.
Así que una semana, los sorprendió
—Hola. Yo querría una ensalada ¿Te la pido a vos?
—No, las ensaladas son libres, se las sirven ustedes de esas mesas. Y de postre ya le digo: hay helado, flan, panqueques, ensalada de frutas y duraznos al natural. ¿Qué van a tomar?

Nunca supo cómo había averiguado qué decía mal. Suponemos que le repitió toda la conversación a un compañero que todavía se debe estar riendo.

El ignorante
Otra característica insoportable de algunos mozos, es que no tienen idea de qué está escrito adentro del menú. Es verdad que muchas veces es un trabajo temporal que además no paga mucho, pero también es cierto que gran parte de su sueldo, aquí y en todo el mundo, son las propinas que dejan los clientes, así que mal no les vendría aprender qué llevan algunos platos o cómo se pronuncian los ingredientes.

En una franquicia de café con apellido:
—Disculpame, de qué es el relleno de esa tarta? ¿De manzana?
—No, no. De “frutillos” rojos.

En la misma franquicia, pero en otra sucursal de un cine en Caballito:
—¿El cheesecake Light es de duraznos?
—Duraznos no me queda. Tengo de “frutilla y americana”.

Misma franquicia, misma moza, misma sucursal:
—¿Cómo es el capuccino a la italiana?
—Es café con “chocolatada” nomás.

En un restaurante de cocina fusión y sushi de La Lucila con nombre de mujer.
—¿Qué es el kappa maki?
—Es un preparado con una verdura como si fuera acelga marina con pepino japonés.

En un almacén orgánico de Palermo.
—¿Y si no son tostadas qué tenés?
—Y… hay muchas cosas. Tenés browlin, mafing (sic)
—¿Máfing?
—Mafings… Son como un pan dulce chiquito pero sin las frutitas.
—¿Y el browlin qué vendría hacer?
—Mmm… es como una torta de chocolate pero cruda.

Y esto no es nada. He discutido con algunos mozos por ensaladas con bichos, por cuentas con doce gaseosas de más, a causa de un baño inundado, por un servicio de wifi deficiente y por una tarta con un pelo enrulado del tamaño de mi antebrazo. Y ni quiero pensar en las veces que me habrán escupido el café o me habrán puesto aceite de más en la comida. Después de todo, si esto es lo que hacen en el salón, no me quiero imaginar lo que pasa puertas adentro.

Por Carolina Aguirre

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