Entre indios

Ultimamente, paso los veranos en Chapadmalal, voz araucana que significa "corral barroso". En esta región se conservan todos los toponímicos pampas: Chascomús, Tuyú, Ajó, Tandil, Quequén o Claromecó. La costa era un sitio muy valorado por nuestros antepasados indios y, de hecho, lo sigue siendo para nosotros. A dos kilómetros del mar, si se avanza tierra adentro, comienzan las estancias y los inmensos sembrados de soja y maíz.


Por Rolando Hanglin |  Para LA NACION

Claro, las denominaciones van cambiando a medida que pasa el tiempo y se pierden los recuerdos. Por ejemplo, un cierto montículo de arena suelta, en el inmenso medanal que era la zona central de la Argentina, se llamaba Vuta-loó, que significa "médano grande". Las distintas corrupciones idiomáticas lo convirtieron en Italó, como se denomina hoy.

Dicen que los arenales y cangrejales, que integraban el llamado "desierto" de nuestra historia, fueron aplanados y fertilizados por el pisoteo de infinitos rebaños de ganado cimarrón, que se multiplicó en estas tierras después de la llegada de Pedro de Mendoza, en el siglo XVI. El caso es que, en las playas atlánticas, se encuentra todavía un gran paisaje de médanos que recuerda al Sahara. Cuando las dunas se fijan, se cubren de pastos y encierran algún depósito de agua, aparecen los cuises. Los he visto masticando el césped, bonitos y muy mansos, como pequeños conejos grises de orejas cortas. Son herbívoros, como su primo europeo, se conocen con el nombre científico de covaia porcellus y forman parte de la fauna de toda América. Con el nombre de cuis, cuy, cobaya, cobayo y otros. Claro: los conquistadores españoles, al verlos, exclamaron: he aquí los conejos de Indias. Así se denominaba el continente americano en los primeros siglos. Los habitantes eran "indios" (los hombres) y "chinas" (las mujeres) mereciendo el nombre de "indianos" los de origen europeo y color blanco. Hoy día, nosotros seríamos -pues-indianos.
Los cuises que vemos en libertad son grises, mientras que los cobayos enjaulados presentan un color overo o manchado. La única diferencia es el pelaje: por lo demás, los cobayos enjaulados son usados desde hace siglos para la experimentación científica. Se los considera, pues, víctimas del ser humano y mártires del progreso. Tienen buena prensa. El cuis, en cambio, tiene poco prestigio: en la imaginación popular aparece como una suerte de rata de agua.
Así es la vida: cambian las costumbres, los nombres, los paisajes. Con los años, empezamos a llamar "conejito de la India" al conejo americano, e incluso lo bautizamos "chanchito de la India" (?). Cuando éramos chicos nos preguntábamos: ¿Esos pobres ratones enjaulados habrán venido desde la India?
Por lo general, ignoramos que las Indias son el lugar donde vivimos ahora: el continente americano.
Los ranqueles sostenían que, para admitir a una aspirante en la sociedad de las brujas (pu calcú) se le debía lavar la cabeza con sangre humana, y este enjuague ya cambiaba sus ideas e intenciones. El concepto perdura en nuestra jerga cotidiana: cuando una madre reprende a su hijo, o un jefe a su empleado, decimos que "le pegó un lavado de cabeza". Es decir que, en un punto del inconsciente, suponemos que el lavado externo del cráneo modifica los contenidos del cerebro.
También utilizamos la expresión "irse al humo" con el sentido de atacar de modo precipitado y directo, sin saber que estamos hablando como los pampas, en tiempos de sus audaces malones. En efecto, el jinete indio avanzaba al galope sobre un fortín o población cristiana, ignorando dónde lo aguardaban, con certeza, sus enemigos. Estos disparaban sus armas (el antiguo fusil a chispa o el Remington) desde algún parapeto. El guerrero, lanzado, sólo divisaba las nubecitas de humo que producían los disparos. Por lo tanto, galopaba, lanza en ristre, en esa dirección: se iba rápidamente al humo. En general, el guardia no tenía tiempo de recargar su arma, de modo que debía aprontarse para un choque cuerpo a cuerpo.
Los argentinos sentimos terror pánico al "qué dirán" y a la burla de los otros. También en eso somos dignos descendientes de los ranqueles. Se cuenta que cualquier indio podía tener una, dos o tres esposas, en la medida en que pudiera mantenerlas. Pero sólo los caciques o personas de la nobleza podían convivir con cinco y más esposas. Aquel integrante de la "clase media" (un paisano común, en la terminología de Santiago Avendaño) que se atreviera a semejante exceso, sería considerado un advenedizo y contemplado con sorna. No había entre los pampas (ni entre nosotros) castigo peor que la desaprobación del prójimo.
No podemos negar, en nuestra conversación y costumbres, que somos auténticos indianos. Cambia el paisaje, cambian las costumbres, cambian los nombres, pero siempre hay un hilo conductor que nos trae un guiño de la historia. Como dicen los franceses: "Plus Ça change, plus c´est la mème chose". (Más cambia, más es la misma cosa).
He tomado estas noticias de "Usos y Costumbres de los indios de la Pampa", de Santiago Avendaño. Oriundo de San Luis e hijo de Domingo Avendaño y Felipa Lefebre, el autor fue secuestrado por un malón de los ranqueles a los siete años, el 15 de marzo de 1842. Un capitanejo de nombre Caniú lo crió como a un hijo, y Avendaño lo llamaba "papá". No obstante, el 1 de noviembre de 1849, Avendaño fugó de las tolderías. Se llevó dos caballos. El viaje duró siete días. Y el muchacho de 14 años se reencontró con su familia. Después sirvió a las órdenes de Juan Manuel de Rosas. En 1852 fue nombrado "Intérprete Oficial del Ejército", para parlamentar con las indiadas. Murió a lanzazos en noviembre de 1874, cuando se desempeñaba como secretario general del cacique Cipriano Catriel. Secretario y cacique fueron atados codo con codo y ejecutados durante la sublevación que encabezaba el hermano del jefe, Juan José Catriel. Avendaño siempre sostuvo que los pampas y ranqueles eran buena gente y rebatió la leyenda negra de las cautivas maltratadas

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