Calesitas: un clásico que busca resistir en la ciudad
En la oficina que tiene al lado de la calesita de la plaza Arenales, Tito, su dueño, tiene un pequeño tesoro: una soga de la que cuelgan varios chupetes, de distintos colores y tamaños. Son los de los chicos del barrio que todos los domingos participan de un ritual: abandonar los chupetes,mientras dan una vuelta en la calesita.
por Josefina Marcuzzi para La Nación
por Josefina Marcuzzi para La Nación
En la ciudad de Buenos Aires funcionan 46 de ellas, 37 están ubicadas en espacios públicos. Desde hace ya 10 días rige una ley que las incorpora en el Código de Habilitaciones de la Ciudad. El Ministerio de Ambiente y Espacio Público será la autoridad de aplicación y el encargado de otorgar permisos, renovarlos y mantener sus condiciones. Si bien la ley apunta a fomentar la instalación de nuevas calesitas y conservar la tradición, lo cierto es que los calesiteros coinciden en que es una costumbre cada vez menos frecuente para las familias porteñas llevar a los chicos a dar una vuelta en calesita.
"Yo tengo 65 años y desde que tengo 10 trabajo en calesitas. El avance de la tecnología hizo que los chicos pierdan el interés, pero también tiene que ver con la tradición familiar. Si los traen, ellos disfrutan", cuenta a LA NACION Horacio "Tomate" Álvarez, que tiene su calesita en Floresta, pero también se ocupa de la de Devoto cuando su dueño, Tito, no está.
La primera calesita argentina, fabricada en Alemania, se instaló entre 1867 y 1870 en el antiguo barrio del Parque, donde hoy se encuentra la plaza Lavalle. El origen de este entretenimiento es turco, y fue introducido en Europa gracias a las Cruzadas. En un principio fue un divertimiento de la nobleza y de los adultos, pero con los años se volvió popular. La palabra "calesita" deriva del italiano garossela, que significa "pequeña guerra".
"Cuando yo era chico, las calesitas giraban con un burro o un caballo en el centro, que funcionaba como tracción cuando caminaba. Es impensado imaginarlo hoy, pero yo lo vi y viví. Hoy los calesiteros nos ocupamos del mantenimiento del motor, aunque tampoco requiere tanto esfuerzo", relata "Tomate", que espera en la plaza de Devoto la llegada de algún chico para encenderla.
Las primeras calesitas de Buenos Aires se instalaron en pequeños trozos de terrenos o en esquinas, hacia fines de siglo XIX, y lentamente fueron asentándose en las plazas. Según la Asociación Argentina de Calesiteros y Afines, la iniciativa aprobada los primeros días de noviembre es un gran paso para preservar el patrimonio e impulsar la instalación de nuevas calesitas, así como para fomentar su uso como entretenimiento.
"Hay algunas que tienen muchos años, y es muy importante que el gobierno fomente su cuidado, así como también evitar que disminuyan la cantidad que hay hoy", explica Adelino Da Costa, tesorero del grupo.
En la ciudad hay calesitas con características de todo tipo: hasta hace un año en Liniers había una ubicada en el patio de la casa de su dueño, conocido como don Luis. En ese mismo barrio, otra tiene una de las pocas calesiteras mujeres de la ciudad. En el Parque Las Heras, uno de los pocos carruseles con doble piso entretiene a los más pequeños. En Boedo hay una intervenida por artistas urbanos.
La sortija, invento argentino
"La realidad es que en los últimos 20 años han cerrado muchas calesitas porque no han podido aguantar los vaivenes económicos, pero los que quedamos buscamos resistir y reinventarnos siempre", relata "Tito", el famoso calesitero de la plaza Arenales de Devoto, que define la sortija como "la primera victoria del ser humano, después de nacer". La vuelta cuesta $ 7 en todas las calesitas de la ciudad y la sortija, un invento argentino de la década del 30, es el sello que le imprime su identidad.
En el carrousel de Parque Las Heras, una pequeña de anteojos rosas se escabulle de su abuelo para alcanzar la sortija. Y lo logra. "La sortija es la forma que tenemos los calesiteros de asegurarnos que los padres paguen una vuelta más. Cuando viene un par de hermanos, la primera vuelta no se la damos a ninguno. La segunda, a uno de ellos. La tercera, al otro. Y así, los padres compran una vuelta más", cuenta, entre risas, Antonio, como si develara el secreto más preciado. El abuelo festeja que su nieta haya sido la vencedora y pueda dar una vuelta más; en los otros caballitos, un pequeño llora. Y Antonio asegura que la próxima vuelta, la sortija será para él.
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