Es Carnaval, diviértase, es una orden
Lo más horrible del Carnaval porteño es la brusquedad con que las murgas se imponen en el espacio público. En el contexto de una celebración colectiva de esta naturaleza, la desfachatez es siempre saludable; se la espera, se la alienta. Pero la licencia para ser desvergonzado por un rato –el rato que dura la fiesta– no puede aplicarse de manera coercitiva. Debe brotar de un consenso tácito. “El desfile de murgas busca instalar la alegría del Carnaval”, dice un cable de agencia de noticias de esta semana. Y es eso: la alegría como cultura oficial que debe instalarse en el seno de una comunidad.
Es un imperativo: diviértase. Y los corsos porteños no son divertidos. No son pintorescos (como en Jujuy). Ni un buen entretenimiento (como en Entre Ríos). Sus propuestas artísticas son pobres (a diferencia de las correntinas). Fueron incapaces de inventarse una tradición atractiva o de tejerse un linaje histórico convincente (como han hecho en varias localidades bonaerenses). No invitan a reírse, a relajarse, a deslumbrarse, a beber y bailar en paz, a juguetear con las jerarquías sociales. Los corsos porteños –una forma de espectáculo sincrético de carácter ritual, insistía el lingüista Mijaíl Bajtín– son excluyentes. Aunque no tienen rejas que separan al artefacto cultural de la sociedad que lo rodea, a veces parece que las tuvieran.
Hay que ver a los tipos que tocan los bombos. El bombo se golpea con la misma precisión ausente en el corso, en la marcha sindical, en el acto político, en la tribuna de la cancha. Se golpea en Carnaval igual que en las protestas para exigir que haya feriados y subsidios por Carnaval. El modo de ejecutar el instrumento musical es tan rutinario que estremece. Pues aquello que distingue al tiempo de Carnaval es justamente su excepcionalidad. Es un tiempo espeso y cargado de adivinaciones, escribió Beatriz Sarlo. Como la semana que transcurre entre Navidad y Año Nuevo.
Esta experiencia colectiva de la percepción del tiempo extraordinario no puede imponerse con unos golpes de tambor en la calle. Eso, en Buenos Aires, es cosa de todos los días. Sin el ambiente cultural de ruptura con la vida diaria que propone la fiesta, las murgas son sólo otra forma de nombrar a los fastidios cotidianos.
En otras capitales latinoamericanas sí puede saborearse el aire de excepcionalidad de estas celebraciones religiosas y paganas, sincréticas y urbanas: “La metamorfosis de la vida cotidiana en una fiesta sin fin”, soñaba el sociólogo Henri Lefebvre. En La Paz, por ejemplo, las casas, las calles y las tiendas se cubren con globos y guirnaldas. Los comercios y las ferias ofrecen papel picado, espuma en pomo, máscaras, disfraces, diferentes artilugios lanza-agua. Los periódicos traen publicidades con sistemas infalibles para bajar de peso luego de beber y comer en Carnaval; las revistas repasan las últimas tendencias para la celebración ( “Equipados pa’ la mojazón” , titulan). La televisión repite imágenes del desfile de de Oruro, al que la Unesco designó como Patrimonio de la Humanidad; en las radios se cuenta la historia de los bailes, las músicas y los personajes. Los museos exhiben máscaras y trajes; las comilonas familiares se disponen con semanas de anticipación. Se oyen trompetas y cuetes en las calles, en los ensayos generales que detienen el tráfico y la vista de los transeúntes; se esperan las entradas, los aplausos, los favoritos. Nadie se quedará sin beber, sin serpentina alrededor del cuello, sin una bendición; incluso los forasteros son agasajados con comida y cerveza. Es una fiesta que forma parte de la ciudad deseable. No se impone; emerge.
Nada de eso se respira en Buenos Aires. La celebración pasa desapercibida excepto para las murgas, para los escasos espectadores y para quienes las padecen. En su estado contemporáneo, el Carnaval porteño es un artefacto cultural inerte. No hay mérito en conservar por la fuerza una práctica ruinosa y decadente en el espacio público; lo importante es preservar el espacio público en sí mismo. El espacio público como ámbito de interacción, de intervención, de encuentro, de juego.
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