Una aventura por los mitos y sabores de la cocina argentina
Las mil y una formas de hacer empanadas, locros y carbonadas. La cocina de los inmigrantes y la moda étnica. Desde el dulce de leche y el mate hasta el asado y el puchero, un viaje por las tendencias y rituales que dan forma a nuestra compleja y multifacética identidad culinaria.
Existe la cocina argentina? La pregunta es como una chispa descuidada cerca de un puñado de pólvora. Ha encendido, en las últimas dos décadas, debates tan vastos –y sin resolución aparente– como aquel postulado de Francis Fukuyama que planteaba, a inicios de los noventa, “el fin de la Historia”. Según la tesis del politólogo estadounidense, aquélla, entendida como lucha de ideologías, había agotado su vida. Las mieles de la globalización fueron derritiendo la consistencia de su afirmación del mismo modo que –salvando las distancias– lo hicieron con la idea de una cocina tradicional “unificada”. Algo poco probable en un país como el nuestro, donde las costumbres regionales persisten al mismo tiempo que sus productos trascienden las fronteras al ritmo de las migraciones, los cambios socio-económicos y la creatividad compartida.
El curso de la historia tiende hacia la mezcla. La gastronomía avanza en el mismo sentido. Los cocineros de cada rincón argentino se enfrentan a los frutos de estación como un pintor ante un lienzo en blanco: en ese momento se ponen en marcha las tradiciones, las recetas clásicas o familiares, el ingenio y hasta el azar que, como en otros ámbitos, opera de modo misterioso y logra resultados insospechados, que merecen celebrarse. Y ser degustados.
Grandes leyendas
El mate, la soda, el dulce de leche y el asado son, por fuerza de la transmisión generacional, considerados símbolos indiscutidos de la argentinidad. Aunque relatos de viajeros, crónicas de distintas épocas y obras literarias brindan indicios de que muchos de “nuestros” platos y hábitos alimenticios tienen influencias de países vecinos y también de ultramar.
El mate era consumido antes de la llegada de los españoles a América por los pueblos guaraníes que habitaban en Paraguay, el noreste de Argentina, el sur de Brasil y el sureste de Bolivia. Más tarde adoptaron la infusión otros grupos que comerciaban con ellos, como los querandíes (que vivían en el sur de Santa Fe y norte de Buenos Aires) y los tobas (del Chaco Central).
Por lo tanto, varios países se adjudican la autoría de ese particular rito que, ante todo, invita a la reunión. Sí puede decirse que cada uno adoptó particularidades que hacen del mate algo “típico”. A diferencia de Argentina, Uruguay prefiere la yerba sin palo; en Paraguay predomina la infusión con agua fría (tereré) y la particularidad del chimarrão brasileño es la yerba de color muy verde ya que se consume a poco de ser elaborada, a diferencia de las otras que permanecen estacionadas durante varios meses antes de llegar a los consumidores.
Argentina y Uruguay se disputan la corona del “arte de cebar” aunque comparten cierto folclore que otorga un significado especial al modo de ofrecer un mate: el amargo pondera el valor del acompañante; el dulce (y con espuma) es un símbolo de amistad; si es muy dulce y una mujer se lo ofrece a un hombre se lo considera una declaración de amor. Si el interesado es el hombre debe estar atento a no recibir un mate lavado, que significa desprecio.
El venerado dulce de leche acredita su nacimiento de manera fortuita en Argentina, en un relato popular que fecha esa casualidad en 1829, en la estancia que poseía en Cañuelas el entonces gobernador de Buenos Aires Juan Manuel de Rosas. Una mulata que hervía leche con azúcar –bebida conocida como “lechada”– se distrajo al ver a Juan Lavalle, enemigo político de su patrón, recostado en el catre de aquél y fue en busca de los guardias. Poco tiempo después, cerca de la hora de la merienda, Rosas reclamó su lechada y la mujer advirtió que había olvidado la preparación sobre el fuego. Cuando regresó, halló una sustancia muy espesa de color marrón.
Sin embargo, otras versiones aseguran que el dulce de leche tiene su origen en el manjar (similar, pero sin esencia de vainilla) que se consumía en Perú o en el manjar blanco que se preparaba en Chile desde el siglo XVIII.
¿Qué decir de la soda? Para argentinos de tres generaciones beber el primer vaso de vino con soda –ésta en mayor proporción que aquel– significó el ingreso a la adultez. El pionero fue el sifón Sparklet’s –de vidrio con malla metálica y con carga individual–, proveniente de Inglaterra. En 1870, los ingleses descubrieron el gas carbónico y usaban esta bebida para cortar el sabor del whisky, costumbre que se adoptó luego en los bares de Buenos Aires. Los primeros sifones importados llegaron a las casas de las familias adineradas y más tarde, con la explosión de la industria nacional del vidrio, llegó la producción en serie y la figura del repartidor de soda: después de los años treinta la bebida gasificada era infaltable en la mesa porteña.
Asado argentino. Es impensable usar el sustantivo sin ese adjetivo. Es cierto que la costumbre de asar alimentos existe desde que el hombre descubrió el fuego. Pero el arte del gaucho de asar lentamente al carbón o a la leña es, entre otros, el secreto de la parrillada nacional: degustar un trozo de carne vacuna a punto no es tarea sencilla. Una parrillada sabrosa depende tanto de la mano de asador como de la particularidad de los cortes: el lomo debe ser perpendicular a las hebras de carne para que sea tierno; el costillar se cocina mejor si se corta en tiras de tres a cinco centímetros de espesor y la molleja debe ser finita para que quede crocante, aunque jugosa por dentro.
Desde la región pampeana esta costumbre se extendió al resto del país. El asado tiene una mística basada en la “previa”, que transcurre entre copas de vino y una opípara picada. A la parrilla, al asador o con cuero, como se lo come en el campo, esta especialidad argentina es pasión de vieja data. Tanto, que podría decirse que el primer “aplauso para el asador” lo pidió el naturalista inglés Charles Darwin cuando llegó a la Argentina en su viaje alrededor del mundo –entre 1831 y 1836– a bordo del barco HMS Beagle.
En sus anotaciones, compiladas en el libro Del Plata a Tierra del Fuego, escribió: “... fue un espectáculo admirable ver con qué destreza Santiago logró colocarse detrás de la vaca y desjarretarla al fin. Entonces, él cortó varios trozos de carne recubiertos con la piel hacia abajo, esta piel viene a constituir como una salsera, y así no se pierde ni una gota de jugo. Si un digno regidor hubiera podido cenar con nosotros aquella noche, inútil es decir que la carne con cuero bien pronto hubiera sido celebrada en la ciudad de Londres”.
El mapa gastronómico
Si la gastronomía argentina pudiera entenderse como un mapa, cada región del país sería identificada por los sabores y aromas de sus ollas humeantes. Aunque cuando se habla de cocina es difícil establecer límites: siempre hay platos que habitan zonas de confluencia y algún espía que roba una receta y logra una versión arriesgada, mejorada o en las antípodas de la original, aunque siempre sabrosa.
La cocina criolla cuenta, entre sus representantes más notorios, con la carbonada, el locro y las empanadas. Cada plato tiene su “capital nacional” –La Pampa, Jujuy y Tucumán, respectivamente–, sin embargo, los sabores y saberes se mudaron a provincias vecinas y, con el tiempo, distintas regiones del país se adjudican la autoría de versiones propias de estas preparaciones.
Para elaborar una carbonada pampeana debe saltearse, en una cacerola con grasa, cebolla y carne roja cortada en trocitos. Luego se agregan tomates, azúcar, sal, pimentón dulce y choclos cortados en rodajas, junto a las papas, daditos de batata y tajadas de zapallo. También, zapallitos en cuartos, duraznos pelados enteros y, por fin, puñados de arroz. La variante del noroeste es más condimentada –lleva pimentón picante y caldo de carne–, la grasa que usa para el salteado es de cerdo, los duraznos se reemplazan por orejones y el arroz es opcional. Este último se dora aparte y luego se une a la preparación. Otras versiones de la región incluyen queso (influencia de Bolivia) o pollo y variedad de guisantes. El sabroso caldo catamarqueño no es otra cosa que carbonada, a base de carne en su caldo, zapallo desmenuzado y verduras.
En su origen, este plato consistía en una mixtura de abundante arroz, carne vacuna y zapallo. Luego se incorporó el maíz, uno de los ingredientes más utilizados en la comida de principios del siglo XIX, y la papa, que había viajado desde la Cordillera de los Andes hasta Europa, y luego regresó a América para formar parte de la dieta del Virreinato del Río de la Plata.
La influencia europea, especialmente española, se traducía también en las abundantes porciones: era un modo de distinguirse de la usanza francesa, que utilizaba incluso platos más pequeños a la hora de desplegar la vajilla. De ello da cuenta una anécdota de la época: El general Lucio Mansilla –conductor de las tropas argentinas que enfrentaron a la flota anglo-francesa en la batalla de la Vuelta de Obligado–, quien se había casado con la hermana menor de Juan Manuel de Rosas, escribió que en la casa de su suegra se comía “buena comida criolla, abundante, como la española”, a diferencia de la que ofrecía Mariquita Sánchez de Thompson, quien –tal vez influenciada por las costumbres de su segundo esposo, el galo Washington de Mendeville– “servía poca comida en platos franceses”, en las tertulias que organizaba en su casa de la calle Umquera (actual Florida).
Volvamos al maíz, protagonista del noroeste argentino en sabrosos tamales y humitas e ingrediente del clásico de la región, el locro. Puede llevar maíz blanco o amarillo, según la receta jujeña, y debe molerse con mortero, colocarse en remojo unas diez horas y luego hervirse en agua y sal. De a poco se añaden ingredientes contundentes: carne de vaca, chorizos, tripa y charqui. Con las batatas llega el fin de la cocción, coronada con una lluvia de cebolla, tomate, ají y perejil fritos en grasa. Ideal para el incipiente frío otoñal.
En el locro riojano, el maíz comparte el estrellato con los porotos blancos y su sello indiscutido es el sabor picante del cumbarí o ají “de la mala palabra”. Otra variante de locro llamada “chuchoca” se obtiene con maíz tostado y carne de cabrito, según describe Leopoldo Lugones en uno de los relatos de La guerra gaucha . En el centro del país, por el contrario, se lo conoce como “alcuco”. Se prepara con trigo pisado, sin cutícula, que se hierve en agua y sal y se le agrega carne de cabrito y zapallo. Luego se sirve con un refrito de grasa y ají.
Crocantes por fuera y jugosas por dentro. Esa es la Piedra Rosetta de las empanadas tucumanas. Además de los estrictos ingredientes –carne de matambre hervida y cortada a cuchillo en pequeños trozos; cebollas blancas y de verdeo rehogadas en grasa vacuna; caldo, comino y sal a gusto– tiene secretos como el delicado sabor dulzón de las pasas de uva; el caldo de carne mezclado en la masa, que le da una consistencia especial, los trece repulgues –ni uno menos– para cerrar los discos y quince minutos de cocción en horno de barro. Tan famosas son, que la provincia del noroeste argentino creó una “Ruta de la Empanada” que une distintas localidades y sabores.
Sin intenciones de desanimar a los tucumanos, existen referencias de la empanada en la antigua Persia. A la Argentina llegó desde España, donde formaba parte de la cocina medieval. Una vez aquí fue adquiriendo diversas formas y sabores, de acuerdo a los productos de estación de cada región. Las de Salta se preparan con carne cortada a cuchillo, papa, huevo, cebolla de verdeo, comino y pimentón. Las de Jujuy llevan arvejas y las santiagueñas son a base de mondongo.
En el litoral también se imponen las empanadas, aunque rellenas con distintos pescados de río o de vizcacha. En La Pampa manda el ají morrón; en las porteñas se impone la carne picada, el orégano y el ají molido, y la Patagonia fue probando sus variantes rellenas con carne de cordero y con mariscos, en las localidades cercanas a las zonas costeras.
El tipo y tiempo de cocción también es cosa seria: pueden cocinarse en horno de barro, de gas, freírse en aceite mezclado con grasa o a las brasas. “La verdad es que ninguna empanada del mundo vale la empanada sanjuanina” (rellena de carne picada, cebolla, huevo y aceituna), dijo Domingo Faustino Sarmiento. La frase, pronunciada en un almuerzo en el que había representantes de todas las provincias argentinas, desató una oleada de reacciones de los comensales, que defendían las versiones locales de este pequeño manjar, según consta en el libro “Sarmiento Anecdótico”, de Augusto Belin Sarmiento.
Cuando la disputa quemaba más que el horno de barro, el ex presidente argentino interrumpió la pelea y dijo: “Señores: para hacer valer cada uno la empanada de su predilección, hemos hecho caso omiso de la empanada nacional. Esta discusión es un trozo de historia argentina”.
Viva la diferencia
Indígenas, criollos e inmigrantes hicieron de la gastronomía argentina un territorio tan vasto como inexplotado. Los secretos de cocina guaraníes todavía perduran en las provincias de Corrientes, Chaco y Formosa, donde la mandioca ocupa un lugar central. Con ella se preparan la fariña (harina en granos), el pirón (un guiso con carne blanda, ají y fariña) y para los adictivos chipás se utiliza su almidón. La raíz es ingrediente principal del guiso tropero, consumido por los conductores de ganado.
En el noreste la carne asada de tatú, venado y coatí goza de tanta popularidad como la vacuna en la región central. La abundante pesca de la zona era la principal fuente de sustento de los habitantes originarios y lo sigue siendo: el surubí con salsa de tomate y pimientos es un clásico desde hace más de 200 años, a pesar de que no existe en el país una tradición culinaria del pescado. Esto resulta inexplicable si se piensa que la mayoría de los inmigrantes españoles procedían de zonas litorales. Pero al parecer, ni sus finas recetas ni los cuantiosos recursos ictícolas argentinos pudieron superar el prejuicio –muy difundido a principios del siglo XX– ligado al consumo de pescado, considerado de poco prestigio por tratarse de un alimento entonces muy económico y requerido por las familias de escasos recursos. En esa época, el sábalo era el pilar de la dieta de los habitantes de las costas de los grandes ríos y el lunfardo se encargó de crear un mote peyorativo para aquellos humildes que llegaban a Buenos Aires: “Sabalero”. Las nuevas olas culinarias del siglo XXI equilibraron la balanza a favor de pescados y mariscos, aunque el consumo aún no supera al de la carne roja.
Los frutos de Entre Ríos y Corrientes son una buena materia prima para la elaboración de licores. Corrientes alegra el espíritu con su elixir de caraguatá –una especie silvestre de ananá– y Entre Ríos hace lo suyo con el perfumado licor de naranjas.
Hablar de asado de vaca o cordero es pensar en La Pampa, que más allá de la siempre abundante carne fresca no tiene una vasta tradición culinaria. Sin embargo, aquí surgió el puchero que se convirtió en un símbolo también en Buenos Aires. Este plato reunía los ingredientes disponibles en cada casa: carne roja, pollo, maíz, papa, zapallo, pimientos y arroz, entre otras variantes. Es una de las comidas más populares, a tal punto que la frase “ganarse el puchero” llegó a ser para los porteños sinónimo de ser capaces de abrirse camino y obtener su propio sustento.
La llegada al país de inmigrantes italianos, alemanes, polacos, árabes, británicos e irlandeses provocó una importante revolución gastronómica. Los tanos, que en principio se establecieron en el barrio porteño de La Boca, trajeron desde principios del siglo XX sus recetas pero también impusieron nuevos hábitos, como los tallarines caseros de los domingos, una cita ineludible que invitaba a la reunión familiar en la casa de la nona, y el culto del aperitivo antes del almuerzo. Si bien el asadito del domingo fue desplazando en parte a los ravioles fatti a casa, perdura el hábito de tomar un vermú mientras se hace el fuego.
En la provincia de Córdoba la inmigración alemana, suiza y austríaca convirtió a la localidad de Villa General Belgrano en una comarca europea con exclusiva repostería, chocolates exquisitos y las mejores cervezas artesanales. En sus restaurantes es un clásico el húngaro goülash mit spätzle, un plato muy condimentado a base de pequeños trozos de lomo que se cocina en su salsa con pimienta y se acompaña con pequeños “ñoquis alemanes”. En Misiones, ucranianos y polacos impusieron los varenikes de papa y el repollo cuajado, y los alemanes, los exquisitos embutidos de cerdo.
La Patagonia conserva sus raíces mapuches y tehuelches a pesar de los hábitos alimenticios que trajeron los colonos europeos. El curanto es una de las preparaciones mapuches más significativas, ya que tiene lugar para agradecer a la Pachamama las cosechas prósperas. Además de ser sabroso, este plato es una verdadera ceremonia comunitaria y de comunicación. Se debe cavar un pozo en la tierra de unos 30 centímetros de profundidad y un metro de ancho, donde se colocan piedras calentadas con leños. Se cubren con hojas de maqui o nalca (arbustos de la zona) y sobre ellas se coloca la carne vacuna, el pollo o el cordero junto a distintas verduras. Los ingredientes se cubren con otras hojas y lienzos húmedos y se tapa el pozo con la tierra. Al cabo de una hora la comida está lista y el sabor ahumado de los alimentos es incomparable. De postre, zapallo al rescoldo. El complemento ideal.
La chicha y el muday son bebidas alcohólicas típicas de la Patagonia. La primera se elabora con maíz fermentado –del mismo modo que en el norte argentino– y el muday con trigo, agua y miel. En Neuquén, todavía se consume la chica de piñones –fruto del pehuén–, llamada chavid, herencia de los pehuenches.
La cocina galesa es ya patrimonio patagónico: el stew –estofado de carne vacuna o de cordero–; el viracho (lomo de ciervo) al escabeche y la torta galesa, son promocionados por fuerza de la costumbre como preparaciones “típicas” del sur argentino. La repostería de las mujeres galesas trascendió los límites de la región: los dulces y jaleas de manzana o de frutos rojos, que abundan en la zona son conocidos y consumidos en todo el país.
Impronta gourmet
Atrás quedaron los tiempos en que los triciclos panaderos y las camionetas que vendían pescado circulaban por los barrios. También se extraña el grito del heladero que invitaba a un oasis en las serenas horas de la siesta veraniega. Pero, dicen, todo vuelve. Y al menos en materia de gastronomía, la nostalgia puede ir abandonándose: una nueva corriente rescata los sabores tradicionales con un toque gourmet.
Aún a pesar de la proliferación de locales de comida “exótica”, que surgieron como tímidos ensayos durante los años ochenta y se propagaron vertiginosamente en el umbral del siglo XXI. A tal punto, que se llegó a temer la desaparición o merma de las tradicionales “parrillas”, símbolo de identidad argentina. A las cocinas italiana, francesa, vasca y árabe, que ya tenían reconocimiento, se sumaron otras como las polaca, húngara, croata, griega, india, vietnamita, china, japonesa y tailandesa.
A despecho de Fukuyama, la historia avanza y sigue bailando al ritmo de la economía, las migraciones y la contaminación –en el sentido más positivo de la palabra– cultural. Hay que señalar que si bien en todo el país pueden hallarse rincones que ofrecen platos étnicos, fue en la ciudad de Buenos Aires donde esa explosiva mixtura resultante derivó, en los últimos veinte años, en un cambio radical en las preferencias culinarias. La internacionalización gastronómica trajo, también, sabores latinoamericanos: son incontables los restaurantes peruanos y mexicanos.
Desde el inicio de esta corriente avasallante –que no se circunscribe a los barrios de moda–, la cocina gourmet fue la regla y la innovación debía transitar en ese sentido. Así, por ejemplo, se convirtieron en patrimonio de paladares sibaritas las perdices, aves que en 1536 habían sido despreciadas por los hombres que llegaron al Río de la Plata con el “primer adelantado” Pedro de Mendoza. Aunque, finalmente, se habían visto obligados a cazarlas y comerlas con desagrado, como último recurso, por hallarse famélicos.
Promediando la última década, la irrupción de la comida coreana convirtió en habitué de las cartas a las ostras crudas, el codillo de cerdo y al brindis con bokbunja (vino de arroz y moras). La entonces nueva moda (hoy uso hecho y derecho) ensalzó algunos productos, olvidó otros, apostó a la mezcla –en algunos casos sabia, en otros sin sentido–, revolucionó la escena local, redujo las porciones considerablemente y valoró la presentación de los platos.
Hace pocos años, sin embargo, volvieron a apreciarse las viejas recetas. También la importancia de aplicar técnicas gourmet a ingredientes tradicionales y a condimentar esas recetas con la creatividad personal. Así, distintos chefs comenzaron a hablar de la “nueva cocina argentina” y, por supuesto, a practicarla (ver El mirador). De esta corriente surgieron fusiones de sabores locales con cocina francesa o japonesa; opciones sanas y vegetarianas; platos basados en productos de estación y de huertas caseras, dejando de lado aquellos costosos o difíciles de conseguir.
Ahora se pueden preparar platos norteños como oholla lawa (un tipo de sopa de maíz con carne) o un bife de llama con quinoa sin moverse de Buenos Aires, gracias al trabajo de la cooperativa de productos Cauqueva, originaria de Maimará, en Jujuy, con sede en la capital argentina. Papines coloridos, chicharrón de cerdo y delicias como el queso de cabra están al alcance de la mano.
¿Es una locura preparar sushi de lomo con hojas de parra, quinoa y salsa barbacoa? Claro que no. Tampoco lo es que el bife de chorizo con semillas de sésamo, el arroz con leche y el guiso de lentejas sean elevados a la categoría de alta cocina.
VEA Y LEA
Para tentarse
Hay varios libros interesantes que recorren la compleja evolución de la cocina argentina. Dos textos fundamentales son “La perfecta cocinera argentina”, escrito por Teófila Benavento nada menos que en 1901, y “El libro de Doña Petrona”, cuya primera edición se remonta a 1933: desde entonces se ha constituido como un imprescindible en la biblioteca culinaria. Otros recomendados son “La Comida Criolla”, de Margarita Elichondo (1997) y, para ahondar en las nuevas tendencias, la “Nueva cocina argentina” (2012), del crítico enogastronómico italiano Pietro Sorba.
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