¿Para qué sirve el fin de semana?
El hombre de hoy vive en una gran ciudad donde hay trabajo, medios de transporte, apartamentos en torre, estacionamiento para su automóvil, escuelas y colegios cercanos para los niños, gimnasio de pilates para la señora, supermercado, sala de cine, plaza colmada de marginales y pervertidos, prostitutas y travestis, taxis vacíos, etcétera.
Por Rolando Hanglin | Para LA NACION
Por Rolando Hanglin | Para LA NACION
El hombre tiene, pues, todo lo que necesita. Pero le falta algo esencial: la naturaleza. O sea: el estruendo ensordecedor de los subtes, los ómnibus, los estudiantes sublevados de colegio secundario, los manifestantes de izquierda y derecha, sumado al olor de los neumáticos incendiados más el eco de una balacera en el barrio, le alteran los nervios y lo ponen al borde del infarto.
El hombre necesita, pues, volver a la naturaleza.
Visto que de lunes a viernes este pobre personaje trabaja desde las 6 de la mañana hasta las 10 de la noche en medio del caos urbano, debe buscar la naturaleza en algún sitio especial, de viernes a lunes, para sosegar su existencia. ¿El club, la finca, la casita junto al río, un chalet en el country, un embarcadero para remar? Algo así.
Digamos que el hombre urbano, a costa de mucho ahorro, logra hacerse de una casa de fin de semana. Ubicada en un barrio verde, en el conurbano, no demasiado lejos de donde el hombre vive con su familia. Olivos, Quilmes, Castelar, Cañuelas, Tigre. ¿Qué busca este pobre hombre, mortificado por la estresante neurosis de la gran ciudad?
Básicamente, silencio. El olor de los pinos y los jazmines, el canto de zorzales y calandrias, la oscuridad de un atardecer donde menudean las luciérnagas y asoman, voraces, los sapos, feos y simpáticos. El personaje quiere tener un perro que chumbe a los vecinos y que se deje acariciar, moviendo la cola. Quiere que llegue la noche para encender el fuego en el quincho y, envuelto en ese olor embriagador, rociar la carne con sal gruesa y saborear sin apuro un buen vino de Mendoza.
Para todo esto, es imprescindible el silencio.
El silencio permite escuchar el canto de las chicharras y los grillos, el llamado de las torcazas y cotorras, el crepitar de las llamas en la parrilla.
Tenemos, pues, en el centro de la naturaleza más pura, el reencuentro del hombre con su entorno primitivo: el silencio.
Pero el mismo ser humano, que ha buscado su rincón de silencio, se las arregla, en pocas semanas, para rodearse de ruidos. En lugar de manguerear el frente de su casa y los ángulos polvorientos del chalet, enciende una máquina de hidrolavado que elimina telarañas y manchones de tierra. Pero claro, hace el mismo ruido que un tanque de la Segunda Guerra.
Ya no vienen aquellos jardineros italianos que arrancaban yuyos, con un cuchillito gastado hasta el mango, a cuatro patas por el césped. Han muerto los italianos. En lugar de ellos, el sujeto de clase media adquiere en cómodas cuotas una máquina cortadora de césped, una bordeadora, una manicura eléctrica para la ligustrina. Todos estos aparatos suenan al mismo tiempo, y el personaje urbano se siente -en realidad- reconfortado, porque el ruido es su segunda naturaleza.
Las tijeras de podar han sido desechadas: hacían un ruido demasiado natural, impulsadas por el brazo humano, y generaban -después de 20 minutos- una antigua sensación llamada cansancio.
Por si todo este ruido fuera poco, el personaje urbano saca al jardín los parlantes de su equipo de sonido y los lanza a arrasar el vecindario. Van desfilando el Potro Rodrigo, la Princesita, el Polaco, la Mancha de Rolando, los Wawancó y otros mil artistas de indudable mérito.
Si son las tres de la tarde, la siesta queda suprimida para mil o mil quinientas personas.
Si son las nueve de la mañana, la clásica fiaca del domingo se interrumpe abruptamente.
Si han sonado las cuatro de la madrugada, todos los ruidos quedan eclipsados por las fiestas cercanas, donde el disc jockey más genial "pincha temas" a todo vapor, y el animador con megáfonos de la NASA se lleva puesta la noche del vecindario. ¡Los jóvenes se divierten, y tienen todo el derecho del mundo!
Así transcurre el paradójico viaje del hombre urbano: nacido en el silencio del campo, emigra a la gran ciudad en busca de trabajo. Una vez enriquecido en la ciudad, lo ensordece el estruendo y busca el refugio de una casita en el campo. Pero allí los vecinos (o él mismo) generan ruidos estruendosos de nueva generación.
Buscando su lugar en el mundo, el hombre de la ciudad va cada vez más lejos: llegará a la Península de Valdés, la Puna de Atacama, y luego el Amazonas, y luego a las estepas de Siberia, y por fin la Antártida o el planeta Marte.
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