Esa maldita verdad
Acabo de volver de una reunión con dos cónyuges que están empezando a separarse. Supongo que, como pasa siempre en estos casos, perderé la amistad de él y de ella.
Todo empezó una noche de sábado, cuando Gastón y Liliana se involucraron en una larga y cálida conversación conyugal. A solas, tarde en la noche, bebiendo un vaso de malbec mendocino fresco. La charla los llevó a los recuerdos de adolescencia, y entonces él dijo:
- ¿Sabés una cosa, mi amor? En realidad, yo llegué a tu casa, cuando teníamos dieciséis años, atraído por el hecho de que había cuatro hermanas mujeres, todas muy monas. Y lo mismo pasaba con todos los chicos de Bellavista. Ahora... yo, de verdad, andaba detrás de tu hermana. A la menor incluso me le declaré y nos besamos a escondidas durante un tiempo, pero al final me dijo que no. Y yo me quedé en tu casa, dando vueltas todas las tardes, porque había un gran grupo de amigos y amigas... y allí empezamos a hablar vos y yo.
- O sea -respondió ella- que te serví de premio consuelo.
- Bueno, al principio sí. Un poco. Luego nos fuimos enamorando y... nos casamos, y han pasado doce años y tenemos tres hijos... ¡Quién lo hubiera dicho! ¿No?
Gastón tenía una mirada como de ensoñación. Su mujer Liliana, no tanto.
- ¿Querés que te cuente algo? Yo en aquella época te criticaba mucho. Creo incluso que yo la convencí a mi hermana de que no valías la pena. Te veía tonto, feo, mal vestido. Te llamábamos "quatrocchi" por tus anteojos...
Fue sólo un recuerdo agridulce de la adolescencia, pero a partir de ese instante Gastón y Liliana cayeron en un pozo de culpas y recriminaciones. Todo por la maldita ocurrencia de expresar algunas verdades innecesarias.
Hoy día, la Verdad se ha convertido en una suprema virtud moral. Entonces: si usted ve que su amigo, afectado de cáncer, tiene grandes ojeras, mucho más que hace dos meses... ¡Dígaselo! Porque es verdad. No le causará ningún bien. Al contrario, le desencadenará una fuerte depresión: a lo mejor su amigo decide no salir más a la calle y quedarse a morir en su cama. Pero habrá sabido la verdad.
Todos tenemos derecho a conocer toda la verdad, sobre todo si nos concierne. Nadie está autorizado a ocultarnos una pizca de esa verdad "por nuestro bien". Sólo la Verdad nos hará libres. Y sanos. Y felices.
Es uno de los mitos actuales: la Verdad. Tan huidizo como la Juventud. Tan discutible como la Justicia.
Dice un breve proverbio castellano: "Callar es bueno".
El genio milenario de esa gran nación de seres anónimos (España) no agregó detalles. No habla de callar verdades o mentiras, no habla de silenciar algo cuando la situación es de crisis o las personas están doloridas, no se refiere a velorios ni verbenas.
Nada. Callar es bueno. Siempre. Ante todos. Pase lo que pase. Pues siempre habrá tiempo de hablar y -con el permiso de ustedes- decir alguna gansada.
Cuenta la tradición hebrea que un alumno se acercó a su rabí para contarle un secreto.
-¡Alto! -replicó el Maestro- ¿Lo que vas a contar, es necesario que lo cuentes?
- No -repuso el joven- Podría no contártelo y la vida seguiría igual.
- ¿Lo que vas a contarme es verdad?
- No lo sé, maestro.
- ¿Lo que vas a contarme haría sufrir a alguien?
- Oh sí, Maestro. Alguna persona puede sufrir, y mucho.
- Entonces vas a contarme algo innecesario, que no sabes si es verdad y que hará desdichado a un ser humano. ¡Calla, muchacho, no me cuentes nada! Y en lo sucesivo recuerda las tres preguntas que te he formulado.
Muchas veces, lo que hablamos nos daña a nosotros mismos (por la boca muere el pez) y algún buen amigo nos susurra: "¡Querido, podrías haberte ahorrado ese comentario...! Has perdido una buena oportunidad de callarte la boca".
Así pues, no acepto la entronización del Dios-Verdad y creo que hay otras virtudes superiores: la compasión, el amor, la discreción, la prudencia, el respeto, la recta intención. En homenaje a ellas se debe mentir, a veces. Algún autor católico habló de "la Divina Hipocresía" como motor de las almas y sus progresos.
No llego a tanto. Pero lo respeto y callo su nombre.
Todo empezó una noche de sábado, cuando Gastón y Liliana se involucraron en una larga y cálida conversación conyugal. A solas, tarde en la noche, bebiendo un vaso de malbec mendocino fresco. La charla los llevó a los recuerdos de adolescencia, y entonces él dijo:
- ¿Sabés una cosa, mi amor? En realidad, yo llegué a tu casa, cuando teníamos dieciséis años, atraído por el hecho de que había cuatro hermanas mujeres, todas muy monas. Y lo mismo pasaba con todos los chicos de Bellavista. Ahora... yo, de verdad, andaba detrás de tu hermana. A la menor incluso me le declaré y nos besamos a escondidas durante un tiempo, pero al final me dijo que no. Y yo me quedé en tu casa, dando vueltas todas las tardes, porque había un gran grupo de amigos y amigas... y allí empezamos a hablar vos y yo.
- O sea -respondió ella- que te serví de premio consuelo.
- Bueno, al principio sí. Un poco. Luego nos fuimos enamorando y... nos casamos, y han pasado doce años y tenemos tres hijos... ¡Quién lo hubiera dicho! ¿No?
Gastón tenía una mirada como de ensoñación. Su mujer Liliana, no tanto.
- ¿Querés que te cuente algo? Yo en aquella época te criticaba mucho. Creo incluso que yo la convencí a mi hermana de que no valías la pena. Te veía tonto, feo, mal vestido. Te llamábamos "quatrocchi" por tus anteojos...
Fue sólo un recuerdo agridulce de la adolescencia, pero a partir de ese instante Gastón y Liliana cayeron en un pozo de culpas y recriminaciones. Todo por la maldita ocurrencia de expresar algunas verdades innecesarias.
Hoy día, la Verdad se ha convertido en una suprema virtud moral. Entonces: si usted ve que su amigo, afectado de cáncer, tiene grandes ojeras, mucho más que hace dos meses... ¡Dígaselo! Porque es verdad. No le causará ningún bien. Al contrario, le desencadenará una fuerte depresión: a lo mejor su amigo decide no salir más a la calle y quedarse a morir en su cama. Pero habrá sabido la verdad.
Todos tenemos derecho a conocer toda la verdad, sobre todo si nos concierne. Nadie está autorizado a ocultarnos una pizca de esa verdad "por nuestro bien". Sólo la Verdad nos hará libres. Y sanos. Y felices.
Es uno de los mitos actuales: la Verdad. Tan huidizo como la Juventud. Tan discutible como la Justicia.
Dice un breve proverbio castellano: "Callar es bueno".
El genio milenario de esa gran nación de seres anónimos (España) no agregó detalles. No habla de callar verdades o mentiras, no habla de silenciar algo cuando la situación es de crisis o las personas están doloridas, no se refiere a velorios ni verbenas.
Nada. Callar es bueno. Siempre. Ante todos. Pase lo que pase. Pues siempre habrá tiempo de hablar y -con el permiso de ustedes- decir alguna gansada.
Cuenta la tradición hebrea que un alumno se acercó a su rabí para contarle un secreto.
-¡Alto! -replicó el Maestro- ¿Lo que vas a contar, es necesario que lo cuentes?
- No -repuso el joven- Podría no contártelo y la vida seguiría igual.
- ¿Lo que vas a contarme es verdad?
- No lo sé, maestro.
- ¿Lo que vas a contarme haría sufrir a alguien?
- Oh sí, Maestro. Alguna persona puede sufrir, y mucho.
- Entonces vas a contarme algo innecesario, que no sabes si es verdad y que hará desdichado a un ser humano. ¡Calla, muchacho, no me cuentes nada! Y en lo sucesivo recuerda las tres preguntas que te he formulado.
Muchas veces, lo que hablamos nos daña a nosotros mismos (por la boca muere el pez) y algún buen amigo nos susurra: "¡Querido, podrías haberte ahorrado ese comentario...! Has perdido una buena oportunidad de callarte la boca".
Así pues, no acepto la entronización del Dios-Verdad y creo que hay otras virtudes superiores: la compasión, el amor, la discreción, la prudencia, el respeto, la recta intención. En homenaje a ellas se debe mentir, a veces. Algún autor católico habló de "la Divina Hipocresía" como motor de las almas y sus progresos.
No llego a tanto. Pero lo respeto y callo su nombre.
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