¡Oh, los ateos!

Los ateos siempre hemos sido una minoría imprecisa, aunque el último censo revela que, en la Argentina, formamos la segunda religión. Quizás fuera mejor decir, con la terminología en boga, que constituimos una no-religión.
Pero en fin, llámese como se llame, somos lo que somos.
¿Y qué somos?
El niño ateo es un chico raro que quiere ser diferente. En sus ratos libres escribe poemas, tal vez se enamore de la chica más fea de la escuela, acaso se atreva a discutir con su padre y sus tíos sobre asuntos trascendes que "no son para su edad". La mamá lo considera un genio. Los demás, un mocoso insoportable.
El joven ateo es igual de combativo, pero inevitablemente domesticado por el trabajo y la familia. Sus reivindicaciones se hacen más cotidianas: si es de familia judía se niega a autorizar la circuncisión de su hijo, que le parece una mutilación. Si es de familia cristiana, rehusa concurrir a misa, no soporta a curas y monjas, no asiste a comuniones, casamientos y otros sacramentos, a lo cual se suma su empecinada recitación de lugares comunes:
1. La religión es el opio de los pueblos.
2. La Iglesia acumula demasiadas riquezas.
3. La Iglesia es cómplice de todos los poderosos.
4. Los católicos y otros creyentes se niegan a ver la realidad.
5. Los religiosos no aceptan a la ciencia.
6. Todas las religiones son un negocio.
7. Todos los religiosos son sexualmente sospechosos.
8. (Todo menos el Padrenuestro)
Con el andar del tiempo, esa piedra bruta que es el hombre se convierte en canto rodado: golpes y trraqueteos lo van puliendo, hasta que se convierte en un ateo adulto, por lo menos en la Argentina. Y entonces:
Aceptamos que vivimos en un país católico.
Respetamos la antigua autoridad de la Iglesia, que no por nada tiene 2.000 años.
Advertimos que, en las casas de campo, cuando hay un mal de ojo, el cura del pueblo es quien lo espanta: ¡Santo Remedio!
Sentimos afecto por distintos próceres de la Iglesia: unos por el Padre Mugica, otros por el Papa Ratzinger, y muchos por la Madre Teresa. ¡Y por el rabino Bergman, por supuesto!
En el fondo: ¿Cuál es nuestra humilde condición de ateos?
No vemos, a nuestro alrededor, prueba alguna de que Dios haya creado todo esto. Más bien el Cosmos se nos antoja el resultado de un Big-Bang o de un crash de la antimateria: ¡No sabemos! Y como no sabemos, en lugar de proclamar que Dios existe, reconocemos no saber. ¿No es más sano? Tampoco se nos antoja que una mano sabia, una mano secreta de Dios o Nuestro Señor Jesucristo, o la Santísima Virgen, esté interviniendo en los asuntos humanos para hacerlos más dulces y buenos. Más bien vemos una sucesión de iniquidades, matanzas y crueles despojos realizados por todas, absolutamente todas las naciones, apenas se le presenta la menor oportunidad contra una etnia más débil. ¿Todo eso lo dirigirá Dios Todopoderoso? No lo vemos como cosa evidente, más bien nos parece obra de una troupe de desalmados. Por más que las vidas de santos y profetas sean (a veces) relatos mágicos y reconfortantes. Por más que haya gente buena que realiza obras maravillosas
Como no sabemos nada, es justo que nos llamen agnósticos, de a-gnosis: no-saber. Naturalmente, nada nos impide invocar de vez en cuando a Cristo Misericordioso y a la Virgen Santa. Por si acaso existieran. Y además, estas piadosas invocaciones encierran (también para nosotros) una descarga emocional importante.
No tiene sentido discutir con los creyentes. Si uno es un hombre bueno, puede serlo por temor al Señor o porque el Señor lo hizo así. ¿Cual es la diferencia? ¿En qué afecta u ofende a Dios que yo crea en él? Está por encima de todas esas m inucias humanas.
En cuanto a lo cierto y lo probable... El Obispo Williamson, desde La Reja, asegura que él no encuentra pruebas de que se haya materializado el Holocausto de 6 millones de judíos. Tampoco las encuentran Mahmoud Ahmadinejad y otros. Hay quien no encuentra pruebas de que hayan existido en la Argentina 30.000 desaparecidos; sólo 8.000, según testifica el libro "Nunca Más". Nos parece humildemente que dudar no es un crimen; tal vez un pecado. De pecados no sabemos.
El ateo joven era vocinglero y estridente, hoy ya maduro ha aprendido a callar. Duda. De todo lo que dudaba antes y de otras cosas. Porque conoce un poquito más de la vida y sospecha que el hombre no hace más que equivocarse en todo lo que dice, escribe y jura. Por lo tanto, un ateo presentable es un hombre que habla poco.
Tampoco tiene sentido responder a los interlocutores que nos cuestionan desde toda la vida: "¿Cómo es posible que no creas en nada? ¿Qué pensás entonces, que la vida qué es, el bien qué es, el mal qué es, para qué nacemos? ¿Nada tiene sentido?".
Yo no veo pruebas de que esto tenga sentido. A ver: ¿Qué sentido tiene?
Dejémoslo: es una pregunta que nos queda grande.
Algunos de nosotros hemos aprendido a rezar el Credo y el Ave María y a entrar a una iglesia, porque sí encontramos pruebas (en nuestra propia emoción) de que así nos sentimos mejor.

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